La izquierda al poder en Colombia (Por capítulos) | EL ESPECTADOR

2022-09-23 18:12:50 By : Ms. Miranda Wei

Me vine del Caribe para Bogotá en agosto de 1991 cuando el ELN nos expulsó de la organización. Por eso les pedí a mis compañeros en la dirección de la Corriente de Renovación Socialista que me permitieran hacer un proyecto de investigación y educación.

Busqué a Gloria Gaitán, la hija del caudillo Jorge Eliécer Gaitán, y le dije que quería entender el pensamiento de su padre y sobre todo el arraigo que tenía su espíritu en Bogotá y Barranquilla. También, comprender las ideas políticas que se movían en América Latina. Gloria, con una generosidad que nunca olvidaré, me abrió el espacio en el Centro Jorge Eliécer Gaitán para crear la Escuela Nuestra América. La había conocido en un encuentro con la guerrilla y me sorprendieron tanto su inteligencia como su aguerrida pasión.

La idea de la escuela me había surgido en Barranquilla, donde viví año y medio después de salir del Comando Central del ELN. Para atender tareas del Frente de Guerra Norte me ubiqué en esa ciudad y no obstante la pesadumbre por las derrotas sufridas, la disfruté. En los días de asueto iba con amigos a Puerto Colombia, a un lugar donde hacían el mejor arroz de lisa, un plato que había descubierto la primera vez que visité a Barranquilla a principios de los años ochenta, en días de carnaval. Llegábamos al medio día y nos quedábamos hasta entrada la noche tomando ron y oyendo salsa en un potente Picó de la dueña del lugar.

También iba una vez por semana a los alrededores de San Andresito para almorzar con pescado Bocachico en Cabrito y cervezas belgas que habían empezado a llegar a la ciudad. El sabor de la comida barranquillera, la alegría de su gente y la fortuna de ver a mis dos hijos de cuando en cuando en Bogotá o en la costa, fueron un bálsamo para mis tristezas.

Los militantes de la Corriente de Renovación Socialista me llevaron a los barrios donde el cura Bernardo Hoyos adelantaba un trabajo social y preparaba su candidatura a la Alcaldía. La llamada Zona Negra de la ciudad era el epicentro de su actividad. En los tiempos de su alcaldía abrió allí El rincón latino, famoso salseadero que sería lugar de encuentro de los líderes de las izquierdas a lo largo de los años noventa del siglo pasado. Me sorprendió que para hacer su campaña se hubiera inclinado a tomar las banderas de la ADM-19, porque yo daba por hecho que desde tiempo atrás el cura simpatizaba con las ideas del ELN. Le pregunté por las razones que lo habían llevado a ello y me contestó sin titubear:

—Porque los elenos no han dado el paso hacia la paz y también porque he descubierto que en la Barranquilla profunda hay poderosas huellas de Gaitán y de la Anapo que desembocan ahora en el M-19.

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Se me convirtió en una obsesión descubrir las huellas que dejaron en Colombia y en América Latina líderes políticos con ideas de cambio social. La Escuela Nuestra América fue el primer centro de estudios que contribuí a formar, luego Arco Iris y después la Fundación Paz y Reconciliación, Pares.

En la presentación de la escuela escribí: “Pedro Henríquez Ureña dijo alguna vez que el arma de América Latina es el espíritu. Con esa sentencia hacía una invitación a pensar y a soñar utopías desde nuestro mundo. Esa, que es una decisión cultural trascendental, ha sido asumida por la Escuela Nuestra América”.

En muy corto tiempo creamos núcleos de investigación y de estudio en veintiséis ciudades del país, pero Bogotá y Barranquilla fueron donde más pegó el experimento. En la escuela empezamos a formar un pensamiento político renovado que dejaba atrás las recetas marxistas y buscaba en pensadores de América Latina y en nuevas corrientes del mundo, alimento espiritual para seguir en la brega por cambiar a nuestro país. La democracia, el mayor mito político de occidente, empezó a ser el centro de nuestros temas de estudio.

En esa escuela estuvieron Carlos Caicedo y Antonio Sanguino. Eran jóvenes recién graduados que militaban en las organizaciones estudiantiles que impulsaba el ELN en las universidades y estaban en la tarea de alejarse de la guerrilla para meterse de lleno en la lucha política. Al cierre de este libro, Caicedo es gobernador del Magdalena después de haber sido concejal y alcalde de Santa Marta. Quizá aspire en los próximos años a la Presidencia de la República. De hecho, participó en la consulta que escogió a Petro como candidato en 2018. Sanguino fue varias veces concejal de Bogotá y se hizo senador de la república en 2018 bajo las toldas del Partido Alianza Verde y tras salir del Congreso en julio de 2022 volvió a Bogotá como alto funcionario de la alcaldesa Claudia López.

En las lecturas y las investigaciones que realicé en los dos años que estuve al frente de la Escuela Nuestra América cobró sentido la afirmación de que Jorge Eliécer Gaitán, Gustavo Rojas Pinilla y la Anapo habían echado raíces profundas en Barranquilla. Lo mismo hicieron en Bogotá y en otras partes del país. Fueron parte de una ola de caudillos de América Latina que se la jugaron por una agenda social y metieron a las masas populares en la política. Juan Domingo Perón fue el más notable de estos liderazgos. Gaitán se graduó de abogado en la Universidad Nacional con la tesis Las ideas socialistas en Colombia y luego fue ministro de Educación y de Trabajo, las dos carteras que se ocupaban de lo social en sus tiempos. Su notoriedad pública empezó con el debate sobre la masacre de las bananeras, donde se ganó el título de tribuno del pueblo por su gran oratoria y su compromiso irreductible con los trabajadores. Como alcalde de Bogotá desarrolló un pro- grama de comedores escolares, pionero de los comedores comunitarios que al empezar el siglo XXI serían pilar de la asistencia social en las ciudades. Rojas Pinilla pondría en marcha en las manos de su hija, María Eugenia, la Secretaría Nacional de Asistencia Social, Sendas, y el más ambicioso proyecto de transferencia de recursos del Estado para los más vulnerables. Tiempo más adelante, María Eugenia lideraría la política de vivienda gratis de Belisario Betancur en su calidad de directora del Instituto de Crédito Territorial, ICT. Empezaron a llamarla La capitana del pueblo, por su licencia como piloto de helicóptero y por sus dotes de agitadora política.

La vivienda ocupa un lugar primordial en las políticas sociales de las izquierdas. En un gran evento de organizaciones sociales en Brasilia, alguna vez le oí decir a Luiz Inácio Lula que el pueblo no olvidaba nunca al político que le entregaba una casa, que la gente noche tras noche se acostaba mirando el techo que le habían prodigado. Dijo más: señaló que la vivienda permitía organizar la vida de la gente marginada.

Bernardo Hoyos hizo el primer experimento de gobierno alternativo en la cuarta ciudad del país y abrió las puertas para que otros líderes políticos por fuera de las élites liberales y conservadoras empezaran a gobernar ciudades importantes. Después, el cura Hoyos enfrentaría cuestionamientos y controversias que lo fueron sacando del juego político, pero eso no borra su condición de pionero de los gobiernos alternativos en Colombia.

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Petro seguramente se inspiró en esa experiencia a la hora de proponerle a Antanas Mockus que aspirara a la Alcaldía de Bogotá. Así cuenta esta iniciativa en su libro Una vida, muchas vidas: “Con José Cuesta se nos ocurrió participar en las elecciones de 1994. Como eran locales, lle- gamos a pensar en que yo me lanzaría a la Alcaldía de Bogotá, pero nos bastó analizar la situación un poco para darnos cuenta de que era una verdadera locura. Así que pensamos en otros candidatos y surgió el nombre de Antanas Mockus, que se había vuelto famoso a nivel nacional por cuenta del episodio de la bajada de pantalones. En octubre de 1993, el entonces rector de la Universidad Nacional había asistido a una reunión con estudiantes en el auditorio León de Greiff y, cuando estos lo silba- ron, él respondió dándoles la espalda y mostrándoles el trasero”.

Y continúa: “Cuesta y yo decidimos visitar a Mockus en su casa para proponerle la idea. Él creía que estaba inhabilitado por haber sido rector de la Universidad Nacional, pero encontramos que las inhabilidades para ser alcalde eran las mismas para ser presidente, y que su cargo no aparecía en esa lista. Una vez solucionado el impasse, él se mostró interesado. En ese momento el liberal Enrique Peñalosa y el conservador Moreno de Caro encabezaban las encuestas. Teníamos la intuición de que Mockus podía ganarles y, al poco tiempo los tres hici- mos pública su candidatura en una pequeña taberna con tres cervezas. Invitamos a unos periodistas y yo anuncié que él era nuestro candidato”. De esas intuiciones ha vivido Gustavo Petro y también de una enorme perseverancia. La inteligencia que le atribuyen es cierta, pero sin los atributos de la intuición y la perseverancia no se puede hacer mucho en política. Se fue al exilio y no disfrutó de la alcaldía de Mockus, pero cuando regresó en 1997 se postuló a la Alcaldía de Bogotá. Quería darle continuidad a lo que había hecho Antanas. Sacó 7.084 votos en unas elecciones que ganó Enrique Peñalosa. Pero no se arredró con esa estruendosa derrota, porque años después se presentaría para ganar y dar su primer paso en serio hacia la Presidencia del país.

Mockus metió en el torrente de las ideas políticas colombianas la imprescindible educación en los valores de la cultura ciudadana, los recursos públicos y la vida como bienes sagrados y el impulso a los pre- supuestos participativos. Lo hizo con una enorme eficacia a través de elaboradas estrategias pedagógicas y de ejemplos diarios en su práctica de gobierno. Con este acervo cruzó de un siglo a otro participando en todas las contiendas políticas al lado de las izquierdas, hasta llegar a ese momento a la vez jubiloso y triste en la tarima donde Gustavo Petro proclama su triunfo y Mockus, apoyado en el hombro de su esposa, saca fuerzas de donde no tiene para esbozar una sonrisa de satisfacción.

Por la misma época en que Petro postuló a Mockus para la Alcaldía de Bogotá, Antonio Navarro, derrotado en las elecciones de 1994, decidió irse a Pasto, su tierra natal, para lanzarse también a la Alcaldía. Esto indicaba que el M-19 había entendido que el camino para encontrar el poder nacional pasaba por una cadena de triunfos locales. No sé por cuáles caminos de la intuición o de la racionalidad llegaron a esta conclusión, pero como veremos luego era lo que estaban haciendo todas las izquierdas de América Latina.

Aunque se dio lugar en una ciudad intermedia, el triunfo de Antonio Navarro tuvo un enorme significado. Bernardo Hoyos y Antanas Mockus habían ganado en ciudades rebeldes con probado voto de opinión. Plazas que apoyaron a Gaitán en su momento y después a Rojas y a la Alianza Nacional Popular, Anapo, y luego le dieron las primeras votaciones importantes al M-19. Pasto, en cambio, era una plaza conservadora donde la izquierda no había pelechado nunca. Muy inteligente, Navarro pensó que podía romper esa tradición apelando al paisanaje y al hecho de que era una figura política de renombre porque había sido copresidente de la Asamblea Nacional Constituyente, ministro de Salud y dos veces candidato presidencial. En Pasto mamaban gallo con eso. Se preguntaban: “¿Cómo hace un pastuso de izquierdas para conquistar la Alcaldía de Pasto?”, y respondían: “Pues… se lanza primero a la Presidencia de la República”.

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La segunda camada de gobernantes regionales alternativos tomó posesión a principios de 2001, cuando Guillermo Alfonso Jaramillo, Parmenio Cuéllar y Floro Tunubalá, ganaron las gobernaciones del Tolima, Nariño y Cauca. Jaramillo y Cuéllar se habían desprendido del Partido Liberal para militar en la izquierda y Tunubalá sería el primer indígena en gobernar un departamento cruzado de un lado a otro por culturas milenarias excluidas. Con este pequeño grupo de mandatarios locales empezaron a llegar a la izquierda otras experiencias y otras voces. Jaramillo era miembro de una familia liberal de gran trayecto- ria en el Tolima; había sido gobernador nombrado en los tiempos de Belisario Betancur; su padre había sido ministro de Salud y su madre una aguerrida parlamentaria. Cuéllar era un gran jurista que había sido parlamentario y ministro de Justicia. Ese fue un aire de experiencia de gobierno que llegó a la izquierda. En cambio, Tunubalá expresaba la diversidad, el aporte étnico que empezaría a ser tan importante en la política a medida que avanzaba el siglo XXI.

En las elecciones de octubre de 2003 Luis Eduardo Garzón llegaría a la Alcaldía de Bogotá tras derrotar a Juan Lozano, un gran candidato del establecimiento. En ese entonces yo vivía en Montevideo en el segundo exilio a causa de asedios y amenazas. Pero ocurrió que me invitaron a dictar una conferencia en Bogotá y lo hice gustoso para ver el proceso electoral y visitar a mi familia y a mis amigos. La campaña estaba finalizando. Creo que faltaban dos semanas para ir a las urnas. Lozano encabezaba las encuestas y se daba por seguro ganador. Pero algo inesperado pasó un día después de mi llegada a Bogotá: el sábado en la mañana uno de los sondeos electorales daba como puntero a Lucho. Precisamente una encuesta contratada por El Tiempo, un diario patrocinador de la candidatura de Lozano. El candidato era una persona del corazón de ese periódico desde los tiempos de su padre, Juan Lozano y Lozano, y el despliegue a su favor había sido grande desde el primer momento de la contienda.

Lucho andaba haciendo agitación electoral en los barrios del sur de la ciudad cuando la encuesta llegó a sus manos. Sintió que estaba a un paso del triunfo y suspendió su gira, buscó a varios amigos para comentar el hecho y para pensar qué hacer con esa sorpresa. La reunión se realizó en el apartamento de la periodista Marta Ruiz, en Chapinero. Lucho llegó, hizo unos chistes, puso el tema y se quedó callado oyendo las opiniones de cinco o seis personas que lo acompañábamos. Su silencio era muy extraño porque la costumbre era que él lo llamaba a uno, le preguntaba algo, y seguía hablando por largo rato sin recibir la respuesta. Ese día tenía el pánico del ganador. Hasta ese momento no había tenido experiencia alguna de gobierno y se abocaba a dirigir una ciudad de más de cinco millones de habitantes.

Hablamos largo y bastante, característica especial de los colombianos. No le sacamos el cuerpo a ningún tema. Vamos opinando sobre esto o lo otro con una facilidad enorme. Pero ninguna idea le llamaba la atención al candidato. Hasta que alguien –no recuerdo quién, quizá el mismo Lucho– dijo que lo mejor era continuar con lo que había hecho Enrique Peñalosa, el predecesor, y agregar una política social. La reunión tomó otro rumbo y empezamos a hablar de experiencias en este terreno y se habló de lo que había hecho el Partido de los Trabajadores del Brasil, PT, en las alcaldías de Sao Paulo, Porto Alegre, Recife y Fortaleza. El sello social que le imprimió el PT a la gobernabilidad local se estaba exten- diendo por toda América Latina.

Con la idea de construir sobre lo construido Lucho Garzón respetó las grandes obras de infraestructura que había emprendido Enrique Peñalosa y bajo el lema de Bogotá sin hambre se concentró en desarrollar la primera política de seguridad alimentaria y nutricional a gran escala en Colombia. Adelantó la creación de casi trescientos comedores comunitarios para las personas más pobres y aumentó la alimentación gratuita para los niños de los colegios distritales, entre otros apoyos nutricionales a la población con menos ingresos. Bogotá sin hambre se consolidó como el programa más exitoso de la administración.

La importancia de Antanas Mockus en las izquierdas colombianas es enorme. Fue el iniciador de otra vertiente alternativa de la que luego harían parte Sergio Fajardo, Alonso Salazar y otros tantos intelectuales que saltaron de la academia a la política. Ellos fueron un viento fresco que fue suavizando poco a poco la tradición guerrillera y el sectarismo de la izquierda marxista. Luego vendrían los feminismos, los ecologistas y los movimientos de la diversidad étnica y sexual. Aguas muy distintas que fueron desembocando en el caudal que finalmente llevó a Petro a la Presidencia de la República bien entrado el siglo XXI.

En Colombia las discusiones sobre las características que definen la ubicación de tal o cual persona o de tal cual movimiento en el espectro político, está teñida de descalificaciones e ignorancias que perturban el debate. La condición de izquierda de un personaje o agrupación no es inmutable, no siempre corresponde con la honradez y la decencia y no se circunscribe a orígenes ideológicos predeterminados. En realidad, el agua divisoria entre izquierdas y derechas son los derechos y los deberes. Las izquierdas hacen un mayor énfasis en los derechos ciudadanos frente al Estado y las derechas en los deberes. Alrededor de esta ecuación se tejen las más agudas diferencias: las obligaciones del Estado para generar equidad y favorecer a los más desprotegidos o la libertad absoluta del mercado; las libertades individuales y colectivas para el goce de la vida y el desarrollo de la personalidad o el control del Estado invocando moralidades y preceptos religiosos; los valores de la solidaridad en medio del respeto a las diferencias o el fomento del individualismo y la indiferencia frente al dolor y las necesidades ajenas; el respeto a las diversidades sexuales, étnicas, raciales, religiosas y de nacionalidad, tan caras a la agenda contemporánea o la exclusión y el marginamiento de las minorías apuntalados en prejuicios de épocas pasadas. La toma de posición en estas disyuntivas define el sitio de una persona o movimiento en el espectro político.

Los líderes políticos que fueron llegando al alero de las izquierdas en el siglo XXI son muy diversos. Esto apenas se está entendiendo ahora. Este cambio de mentalidad ha facilitado la llegada de la izquierda al poder. Muchas veces se discutió si Mockus, Fajardo, Claudia López y un innumerable grupo de líderes de los partidos Liberal y Conservador comprometidos con el cambio social, afincados en el propósito de la paz y la reconciliación del país y volcados a la agenda contemporánea de derechos, podían y debían nombrarse de izquierdas, era una visión estrecha y sectaria que retrasó el ascenso de esta corriente política.

Sergio Fajardo es matemático de la Universidad de los Andes, magíster y doctor en Matemáticas de la Universidad de Wisconsin, magíster de la Universidad de los Andes y doctor honoris causa de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo, España, y la Universidad Nacional de Córdoba, Argentina. Con este palmarés académico llegó a la Alcaldía de Medellín en enero de 2004, al mismo tiempo que Lucho Garzón en Bogotá. La importancia del triunfo de Fajardo en Medellín fue enorme. Álvaro Uribe había ganado la Presidencia de la República en mayo de 2002 y las fuerzas de la parapolítica habían puesto la tercera parte del Congreso. En las elecciones locales estas fuerzas estaban disputando la hegemonía y a la postre conquistaron 251 alcaldías y 9 gobernaciones. El candidato de esta corriente en Medellín era Sergio Naranjo, que había liderado la intención de voto a lo largo de la campaña.

El arrastre electoral de Fajardo fue también clave en el estrecho triunfo que obtuvo Aníbal Gaviria sobre Rubén Darío Quintero en la disputa por la Gobernación de Antioquia. Quintero fue condenado luego por parapolítica en los juicios que abrió la Corte Suprema para castigar las alianzas entre políticos y paramilitares. Sergio Fajardo y Aníbal Gaviria frenaron el desastre completo en el departamento de Antioquia. Ya la parapolítica se había alzado con una gran bancada parlamentaria. Los triunfos de Naranjo y Quintero habrían consolidado las victorias de la mafia en el departamento y en todo el país.

Alonso Salazar llegó a la Alcaldía de Medellín de la mano de Fajardo. Había escrito No nacimos pa’semilla, un best seller donde contaba las historias de los jóvenes seducidos por la mafia de Medellín para meterlos en los mercados criminales. Conocía la ciudad como la palma de la mano y había ayudado a fundar Compromiso Ciudadano, el movimiento que ha acompañado a Fajardo en todas sus campañas políticas.

Salazar le dio un nuevo impulso a la lucha contra la corrupción y a los programas de educación que habían sido emblema de Fajardo en su alcaldía y que son el fundamento de todas las campañas y las acciones que ha emprendido este intelectual devenido en político a lo largo de veinticinco años de ejercicio público. Alonso hizo una gran alcaldía, con los ojos siempre puestos en esa juventud que había descrito en su libro y con la clara intención de frenar la tragedia que las mafias habían desatado en la segunda ciudad del país.

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Cuando Gustavo Petro llegó a la Alcaldía de Bogotá ya se habían desarrollado varias de las experiencias de gobiernos alternativos en América Latina que fueron antesala de victorias presidenciales en toda la región. Las de Brasil ya mencionadas, la de Paco Montoya, en Quito; Carlos Rivas Zamora, en San Salvador; Cuauhtémoc Cárdenas, en Ciudad de México; y la de Mariano Arana en Montevideo.

Petro le había ayudado a la izquierda a limpiar un poco su cara después de la vergüenza por la trama de corrupción de los hermanos Moreno Rojas. Aún hoy no puedo entender por qué Samuel Moreno Rojas y su hermano Iván urdieron ese ambicioso plan para robarse los recursos de Bogotá. Eran gente rica y tenían un legado que cuidar: el de su abuelo y el de su madre, que aun con los cuestionamientos que arrastraron en su vida política, al final salieron bien librados porque el país les reconoció que habían marcado la historia con acciones que fortalecieron la democracia. El abuelo contribuyó a la transición después de la pavorosa violencia entre liberales y conservadores y abandonó sin mayor resistencia la Presidencia cuando Laureano Gómez y Alberto Lleras sellaron el pacto del Frente Nacional en Sitges. La mamá había sido, sin duda, la mujer más importante de la política colombiana en la segunda mitad del siglo XX.

Cuando hago el comentario de lo inexplicable de la actuación de los Moreno Rojas, la mayoría de los interlocutores me responden que a Samuel Moreno Rojas le ocurrió lo mismo que a Fernando Botero Zea, el hijo del más grande pintor del país y uno de los más grandes del mundo, que se ilusionó con la posibilidad de llegar a la Presidencia de la República después de Samper y se puso en la tarea de hacer caja para financiar la campaña a la primera magistratura de la nación.

Gustavo Petro entendió que era una obligación ética tomar distancia de las actuaciones de los Moreno Rojas y fue uno de los primeros en denunciar sus andanzas. Supo también que esa distancia lo habilitaría para lanzar su candidatura a la Alcaldía. Así lo hizo. Y en una campaña que se nutría de la experiencia que había adquirido como parlamenta- rio y de las enseñanzas recibidas de las alcaldías alternativas de acá y del entorno latinoamericano, consiguió un apoyo que no iba más allá del 35 % del electorado, pero suficiente para ganar en un escenario donde no había segunda vuelta.

En la Alcaldía intentó cosas realmente audaces para darle una cara completamente distinta a la ciudad. No quería limitarse a realizar un proyecto social como lo había hecho Lucho Garzón. Quería darle una impronta de izquierda a Bogotá. Fusionar las grandes empresas públicas y obligarlas a cumplir un revolucionario papel social, modificar el modelo de recolección de basuras, darle un salto ambiental a Bogotá y comenzar la construcción de un gran metro subterráneo.

La resistencia que desató en las élites de la ciudad, las limitaciones gerenciales de la administración y la abusiva intervención de la derecha a través de la Procuraduría General de la nación, en cabeza de Alejandro Ordóñez, le impidieron cumplir a cabalidad con esos proyectos. Pero su alcaldía no pasó desapercibida en materia social. Todos los indicadores mejoraron. Aumentaron los comedores comunitarios, la cobertura en educación y salud, la destinación de subsidios para el agua y los servicios públicos en los estratos más pobres de la población.

Petro demostró, además, la capacidad para despertar ilusiones en el pueblo, para vender sueños, para generar esperanzas, y la importancia que esto tiene en la lucha política. Su alcaldía fue un balcón para hablarle a Bogotá y al país de la necesidad de cambiar, de superar la violencia y conquistar la paz, de transformar la vida de la nación. Hizo campaña desde el primero hasta el último día de su mandato. Con un momento estelar. El día en que Ordóñez lo destituyó en un acto arbitrario y él, ante una multitudinaria manifestación en la Plaza de Bolívar, en un emotivo discurso, llamó a la indignación y fustigó a la oligarquía colombiana contando la larga historia de magnicidios de líderes políticos y de exclusión de las izquierdas, utilizando calificativos que enardecieron a los manifestantes y mandaron el mensaje de que era un imperativo que le restituyeran el cargo.

En las elecciones de octubre de 2019 la elección de alcaldes ligados a las izquierdas dio un enorme salto. En trece de las principales ciudades del país la ciudadanía optó por líderes políticos alternativos. En Bogotá eligió a Claudia López; en Medellín a Daniel Quintero; en Cali a Jorge Iván Ospina; en Cartagena a William Dau; en Santa Marta a Virna Johnson; en Cúcuta a Jairo Tomás Yáñez; en Manizales a Carlos Mario Marín; en Villavicencio a Felipe Harman; en Fusagasugá a Jhon Jairo Hortúa; en Bucaramanga a Juan Carlos Cárdenas Rey; en Popayán a Juan Carlos López; en Palmira a Óscar Escobar, y en Jamundí a Andrés Felipe Ramírez. Fue el preludio del triunfo de Petro.

Con Claudia López he tenido una larga amistad. Desde 2005 cuando llegó a mi oficina para decirme que quería trabajar conmigo, para continuar las indagaciones sobre la parapolítica que venía haciendo de manera independiente. En Arco Iris compartimos ocho años investigando los problemas de Colombia y después, a principios de 2013, fundamos a Paz y Reconciliación, Pares, con el propósito de entender la paz y el posconflicto que se vislumbraban en el horizonte y contribuir al cambio democrático del país. A finales de ese año me dijo que quería meterse de lleno a la política y lanzó su candidatura al Senado en las filas del Partido Alianza Verde. Ha hecho una fulgurante carrera política. En apenas ocho años ha sido senadora, candidata a la vicepresidencia de la república acompañando a Sergio Fajardo en las elecciones de 2018, líder de la Consulta Anticorrupción que llevó a once millones de colombianos a las urnas y alcaldesa de Bogotá.

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Nuevamente la ciudadanía bogotana rompió todos los moldes y eligió a una mujer gay, de clase media, contestaria y abiertamente comprometida con la transformación del país. Una mujer de carácter recio que difiere del espíritu transaccional y reservado de la dirigencia tradicional de la ciudad.

En los días en que competía por el Senado, llamé a Gustavo Betancur, un amigo empresario para pedirle que la apoyara con algún dinero y que difundiera su aspiración entre su familia, que es rica y numerosa. Después, en una reunión familiar, algunos betancures me decían que le pidiera que le bajara un poco el tono a los debates que adelantaba contra el uribismo, que con una voz tranquila ganaría más puntos en la lucha política. Les dije que quizás en algunos momentos se excedía, pero esa voz altiva y crítica es su mayor encanto.

A veces con esa voz Claudia transmite la idea de que es una mujer inflexible, mandona y poco dada al común acuerdo. Es una impresión falsa. Claudia reúne en su personalidad una gran pasión con una enorme racionalidad. Puede oír consejos, buscar puntos en común en medio de grandes diferencias y retroceder a tiempo. Una prueba fehaciente es la actitud que adoptó en el último tramo de la campaña de Petro. Después de duras controversias con él en torno a la marcha de la Alcaldía, lo buscó, le dio su apoyo y está en la tarea de consolidar una relación que le sirva a la ciudad y al país para avanzar por el camino del cambio.

Debo decir que no tengo una visión fundada del alcalde Daniel Quintero. A finales de 2021 Paula Jaramillo, una periodista de renombre en la ciudad de Medellín, favorecida con un encanto que abre puertas y seduce a primera vista, llamó para pedirme que le ayudara con una investigación sobre las acciones del alcalde. Encabezaba un grupo de líderes entre empresarios, académicos, políticos jóvenes y trabajadores de la cultura. Tenían algunos indicios de corrupción y estaban alarmados y preocupados por el rumbo que Quintero le estaba dando a la ciudad, por la manera como estaba rompiendo la histórica relación entre el Grupo Empresarial Antioqueño y la Alcaldía y por las alianzas que estaba tejiendo con Luis Pérez y otros políticos con graves cuestionamientos.

Escuché todas sus preocupaciones con la mayor atención y pensé que valía la pena dedicar un equipo de la Fundación Pares a hacer una investigación independiente y profunda sobre los problemas que estaban enumerando y describiendo. Nos dimos un tiempo mientras el grupo recogía el dinero que requería el trabajo y nosotros elaborábamos un proyecto de investigación riguroso. Pero llegó la campaña electoral con todos sus avatares y la idea perdió fuerza y no se volvió a mencionar.

Conversé con varias personas allegadas al Pacto Histórico y con dos funcionarios de la Alcaldía para oír otras versiones con el propósito de entender un poco el reto que iba a asumir y hacerme a una primera idea del alcalde Quintero.

No fue mucho lo que avancé. Tengo la impresión de que es un hombre inteligente, ambicioso y determinado, que llegó a esa Alcaldía con el objetivo de darle un vuelco a la administración y a la política de la ciudad y con la expresa intención de forjar un caudal político propio que le permita aspirar a la Presidencia de la República. Esa ambición ha crecido con el respaldo que ha conquistado en sectores de la ciudadanía y con la aproximación que ha logrado a la izquierda ahora en ascenso.

Un mes antes del estallido social fuimos a Cali con Ariel Ávila a visitar a monseñor Darío Monsalve y al alcalde Jorge Iván Ospina. Estábamos en la mitad de la pandemia y habíamos oído rumores sobre una muy compleja situación en la ciudad. Queríamos saber de primera mano la verdad sobre las tensiones y la posibilidad de que estallara un gran conflicto. Con tristeza, estas dos personas, que quieren ese lugar como a su propia vida, nos confirmaron que el hambre, la polarización política y un entramado de violencias que circundan la ciudad estaban a punto de desatar un incendio de gigantescas proporciones.

El arzobispo Darío Monsalve es mi amigo desde la juventud. Compartimos labores de educación y organización de los campesinos en el suroeste de Antioquia cuando era un seminarista a punto de ordenarse sacerdote. Luego, en muchas oportunidades, hemos soñado juntos en la paz del país y trabajado en misiones para conquistarla. Tenemos la obsesión de contribuir a que el ELN deje las armas y se venga a la vida civil.

Nunca lo había visto tan triste y preocupado como lo vi esos días en su casa en Cali. Decía que en los recorridos por los barrios podía tocar con sus manos la inconformidad latente de los habitantes y las angustias que vivían las comunidades negras asentadas en las laderas de una ciudad que pocas veces dejaba opacar su alegría. Afrontaba también las presiones de sectores de la Iglesia y del propio presidente Duque, que querían sacarlo de la Arquidiócesis.

Una situación muy parecida nos pintó Ospina en un restaurante a la orilla del río. Hablamos largo de su vida personal y de su trayectoria política. Me sorprendieron su amor por Cali y su pragmatismo político. No es raro que un líder político profese cariño por el lugar donde ha desarrollado su carrera pública. Pero lo de Ospina no es una expresión genérica de afecto. Habla de cada rincón de Cali con una pasión extraña, como si fuera su casa, como si le dolieran en carne propia las afrentas que sufren los pobladores. Con esa pasión ha sido director del principal hospital de la ciudad y dos veces alcalde. En ese momento creía posible evitar un desbordamiento de la protesta social con un pacto de ciudad, un pacto de todos donde participaran las élites caleñas que en ese momento estaban aupando la confrontación con una enorme irresponsabilidad. Decía que el mejor interlocutor para empezar ese diálogo era Alejandro Eder y él estaba dispuesto a ofrecerle la Secretaría de Gobierno, no como un puesto más, sino como una manera de buscar la unidad de las fuerzas claves en la gobernabilidad de la ciudad. Me vine con la misión de hablar con Eder, pero no tuvimos la oportunidad de hacerlo y muy pronto se produjo el estallido social.

Le he dedicado espacio en este libro a hablar de Claudia, Quintero y Ospina, porque son protagonistas de la política colombiana en estos momentos y lo serán mañana. Seguramente alguno de ellos –o todos– serán candidatos presidenciales en la próxima contienda. Por lo pronto tienen el reto de articular a sus administraciones con el gobierno central para adelantar un gran proyecto social que evite un nuevo estallido popular.